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LA NIÑA DE LA CUCHARA DE PLATA

domingo, 8 de marzo de 2020

Mi cerebro octogenario es como una de esas decrépitas azoteas de tendederos desvencijados, paredes desconchadas y solerías de barro. Miles de soles han transcurrido sobre mi cabeza a lo largo de los años, secando paulatinamente las arrugas de las grises sábanas de mi mente. Con el tiempo, recordar anécdotas del pasado se vuelve un juego de puzles y rompecabezas. Pero hay momentos imborrables, situaciones difíciles, que por más que intente olvidar, por más que desee que el sol las hubiera marchitado con el resto de mis recuerdos, permanecerán presentes hasta el día que muera.
Mi nombre es Elzbieta Ficowsca y, aunque sea la narradora de esta historia, no soy la heroína de la misma. La mayor heroicidad que acometí, en el año y medio sobre el que trata este relato, fue la de sobrevivir dos días dentro de una pequeña caja de zapatos. Y para ser franca, no tuve que esforzarme demasiado. Tenía solo cinco meses. Si vencí a la muerte esos días hacinada en un carro de caballos, entre un cargamento de ladrillos, dentro de una caja de madera que podría haber sido mi ataúd, fue gracias a la suerte que a veces acompaña al destino, y a la joven enfermera polaca que me puso ahí dentro, la verdadera protagonista de esta historia. Una heroína a la que poca gente recuerda y menos aún conocen.
Para entender su coraje y altruismo, debemos retroceder atrás en el tiempo, girar las agujas de la vida en sentido contrario, hasta el día que Irena Sendler nació en Polonia, un frío y lluvioso febrero de 1910. Fue hija de un médico católico que se pasaba los días viendo cómo su padre atendía a los enfermos judíos de tifus que nadie más quería atender. El señor Sendler falleció de esta misma enfermedad, contagiado por uno de sus muchos pacientes, cuando ella tenía solo siete años. 
Irena siguió sus pasos y se hizo enfermera. Cuando en 1939 Hitler invadió Polonia, se creó en Varsovia el gueto de judíos más grande de toda Europa. Por aquel entonces, Irena ya trabajaba como enfermera en el Departamento de Bienestar Social, que llevaba además los comedores comunitarios de la ciudad. La joven enfermera, horrorizada por las condiciones infrahumanas en las que allí se vivía, se unió al Consejo para la Ayuda de Judíos. 
La poca gente que aún la recuerda, la tiene inmortalizada en la memoria caminando por aquellas calles de almas grises, con su brazalete de estrella atado al brazo, como signo de solidaridad y protesta. 
Irena pronto comprendió que aquel barrio aislado por las humillaciones y el odio era la antesala que precedía a una muerte lenta pero segura. Miles de vidas, especialmente la de los niños, estaban en peligro. Con esta certeza en mente, la enfermera pasó a dedicar sus soles y sus lunas a sacar de aquellas calles de muerte a los más pequeños. 
Adoptó el nombre en clave de Jolana, y ahí empezó el viaje de esta heroína. Contactaba con las familias judías, a las que ofrecía sacar a sus hijos del gueto. Algunos padres accedían desde el principio. Otros dudaban, pues pensaban que aquellos muros de desprecio serían temporales, que la guerra no se sostendría durante mucho más tiempo. A veces, cuando Irena volvía a visitar aquellas familias indecisas, para hacerlas cambiar de opinión, se encontraba con que todos sus miembros habían sido llevados al tren de la muerte y de ahí a los terroríficos campos de concentración.

Jolana trabajaba de enfermera por las mañanas, y, por las noches, ingeniaba distintos métodos para sacarnos a todos de aquel dantesco círculo del infierno. Muchos niños eran trasladados fuera del gueto, agazapados bajo las camillas de las ambulancias que transportaban a los muertos de tifus a los crematorios de Varsovia. Los soldados rara vez inspeccionaban estos traslados, por miedo a acabar infectados por aquella enfermedad que arrancaba casi tantas vidas como los nazis.

Como hacen los grandes ilusionistas, Jolana pronto se valió de todo tipo de subterfugios para sacarnos sin ser vistos de aquella chistera de horrores. Al principio lo hacía con miedo, de uno en uno. Pero con la confianza que otorga el paso del tiempo, empezó a arrancarnos de nuestras raíces a puñados hambrientos, como espárragos enclences que hubieran crecido en mitad de la noche. En un solo día, el destino de unos ciento treinta críos cambiaba mágicamente de rumbo.
A Irena le servía cualquier escondite, cualquier rinconcito, con tal de hacernos desaparecer de los tentáculos del fascismo. Nos metía a pares en las bolsas de patatas que entraban por las mañanas en los comedores sociales o bien rellenaba, con nuestros frágiles cuerpos, las grandes bolsas de basura que iban directas al vertedero cargadas de desperdicios. A los bebés nos quitaba de en medio encerrados en cajas de herramientas o en estrechos zapateros. Nos apretujaba en camiones nazis, entre cargamentos de mercancías, como hizo conmigo, o hacinados de diez en diez en los fúnebres ataúdes de supuestos muertos por tifus.

En el interior de mi estrecha caja de zapatos, escondida entre mi ropa sucia, mi nueva madre polaca encontró una pequeña cuchara de plata, que tenía grabado mi apodo, Elzunia, y la fecha de mi nacimiento: 5 de enero de 1942. Es el único recuerdo que tengo.

Año y medio más tarde, la Gestapo detuvo a Irena. Fue encarcelada y torturada brutalmente, pero nadie consiguió sonsacarle el paradero de aquellos más de dos mil quinientos niños que había logrado salvar. Condenada a muerte, uno de los soldados nazis que la vigilaba el día de su fusilamiento, la dejó huir. Curiosamente, su nombre apareció más tarde en la lista oficial de ejecutados.
Con el transcurso de los años, la historia de Jolana se fue diluyendo en las arenas del tiempo. En 2007, alguien la propuso como candidata al Premio Nobel de la Paz. No se lo concedieron. Murió al año siguiente, a la edad de 98 años. 

La niña de la cuchara de plata no olvida su historia.


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