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CUENTO DE UNA NAVIDAD DIFERENTE

lunes, 28 de diciembre de 2020

El cielo está encapotado. La mañana se ha levantado helada, como mi corazón, que se congeló hace dos días, cuando me llamaron para decirme que mamá nos había dejado. 
El gélido viento mece las pocas hojas de otoño que aún cuelgan de las ramas esqueléticas, como dedos crispados de muerte que se cernieran sobre nuestras cabezas. 
Una densa niebla lechosa cae por la falda de la colina, y cubre fantasmagóricamente las tenebrosas lápidas del cementerio.
A los pies del nicho, mi sobrino pequeño se sorbe la nariz, restregándose con sus diminutas manos las lágrimas que caen por sus mejillas.
—No quiero que la abuela se vaya, papá —solloza entre jadeos.
Mi hermano le susurra palabras de consuelo al oído. Lo aprieta contra su cuerpo, mientras mece al bebé lloroso en su cochecito.
—No me puedo creer que se haya ido —murmuro para mí misma. 
Alguien asiente a mi lado. Alguien vestido de negro, de luto, como todos los demás. 
Intento cruzar nuestras miradas con manifiesta curiosidad. Y de pronto soy consciente de que no lo conozco. Quizá sea algún vecino o algún viejo amigo de papá. 
Giro la cabeza para observarlo mejor, pero su rostro macilento se emborrona bajo la fúnebre sombra que proyecta su sombrero de copa, y mis ojos, tan anegados de tristeza, me impiden ver sus facciones con claridad. 
—Una lástima —dice con una voz grave que resuena en cada lápida de piedra mohosa.
—Así es la vida. Es inevitable —digo resignada, encogiéndome de hombros.
—Podría haberse evitado.
—La muerte es inevitable —insisto, frunciendo el ceño.
—No lo son las malas decisiones.
Vuelvo a enfocar la mirada sobre esa oscura figura sin rostro que me habla con una severidad que de pronto me asusta.
Entonces se gira para mirarme. Los dos enormes pozos negros que son sus cuencas me hielan el alma.
—¿Quién eres? —pregunto con la respiración contenida.
—Ya sabes quién soy —su tétrica voz de terciopelo gastado por el paso del tiempo roza mis mejillas al salir de la tumba que forman sus labios.
Los músculos de mi espalda se tensan instintivamente y todo mi ser se estremece.
Su escuálido brazo se levanta lentamente, y de la manga de su traje negro, negro como la propia muerte que se ha llevado a mi madre, asoma una mano de dedos pálidos y huesudos que se posa sobre mi hombro. 
Un frío sepulcral traspasa mi abrigo y se apodera de cada poro de mi piel, de cada célula de mi cuerpo.

Me despierto jadeando, con la cara empadada en sudor.
Frente a mí, en su destartalado sillón de bordar, veo a mamá terminando los jerséis de lana que le está cosiendo a mis sobrinos por Navidad.
—Qué buena siesta, hija—. Su rostro se arruga al sonreír. —Acabo de hablar con tu hermano. Al final parece que vienen todos para nochebuena. Seremos unos pocos más de lo previsto.
Todavía noto el peso muerto de esa mano de pesadilla sobre mi clavícula, con sus yemas de hueso apretándome el hombro.
—Mamá, creo que no es buena idea... Este año, mejor, cenamos las dos solas, como habíamos planeado desde el principio.





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